El coste mental de eliminar los ultraprocesados de tu dieta

El coste mental de eliminar los ultraprocesados de tu dieta

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El coste mental de eliminar los ultraprocesados de tu dieta

Es el primer consejo a la hora de mejorar nuestra alimentación: reducir la presencia de alimentos ultraprocesados hasta eliminarlos completamente si es posible.

Los alimentos ultraprocesados son aquellos de los que no podemos distinguir sus ingredientes a simple vista y que contienen entre ellos cantidades superiores a lo recomendable de azúcares añadidos, sal, harinas refinadas y grasas de calidad discutible.

Normalmente son baratos, saben bien y son cómodos de comer, por lo que recurrir a ellos es un recurso habitual. Eliminarlos requiere un esfuerzo consciente y constante.

No es solo dinero y tiempo, es nadar a contracorriente

Un esfuerzo que a menudo enmarcamos en el plano económico o en el de tiempo. Decimos, y es verdad, que en realidad los alimentos preparados en casa son mucho más baratos que estos preparados. Comprando los alimentos frescos en el mercado, normalmente se ahorra y cunde mucho más respecto al producto final preparado comprado ya hecho y envasado.

En cuanto al tiempo, es indudablemente cierto que comprar alimentos frescos o mínimamente preparados para cocinar en casa requiere más planificación, tiempo de ir a la compra y tiempo de cocinado que simplemente improvisar sobre la marcha tirando de cualquier alimento casi preparado que haya en la nevera, o bajar al super de la esquina en un momento y optar por alguna cosa rápida que se pueda calentar, y listo.

Pero hay una tercera pata de este esfuerzo de la que a menudo no se habla: la carga mental. El esfuerzo constante y el modo de alerta casi continuo que hay que adoptar para no recurrir a las soluciones fáciles que son los ultraprocesados, venciendo hábitos adquiridos y a contracorriente.

Cultura, sociedad y emociones

Porque la alimentación no es un aspecto aislado de nuestra vida, ni algo a lo que debamos prestar atención solo unas pocas semanas al año. Alimentarnos no es un mero proceso biológico, sino un aspecto cultural, social y emocional, y por tanto, nuestra cultura, nuestra sociedad y nuestras emociones influyen en nuestra forma de comer y en cómo entendemos la comida.

Y en muchos casos, todo eso nos pone el objetivo de comer sano y sin alimentos ultraprocesados un poquito más lejos. Por ejemplo cuando la publicidad de estos alimentos está por todas partes, anunciando lo divertidos, sabrosos y sanos que son. O cuando son entendidos por la mayoría de la sociedad, incluyendo nuestros amigos, familia o pareja, como algo más apetecible, más sencillo e incluso una recompensa después de un día muy duro y la opción fresca y saludable no solo implica más esfuerzo (en tiempo) sino que se considera casi un castigo. Al fin y al cabo, la mayoría no comemos solos habitualmente.

Piensa si te sientes representado en una de estas situaciones.

1) Alguien trae desayuno a la oficina y son bollitos comprados en el supermercado atiborrados de azúcar. Todo el mundo come de ellos pero tú prefieres abstenerte, un comportamiento que alguien critica diciendo que por uno no pasa nada, o que no te hace falta, o que al hacerlo le haces sentirse mal a él/ella.

2) Vas a comer a casa de un amigo o familiar y ha comprado un postre preparado que no te atreves a rechazar.

3) Tenías que pasar por el mercado a hacer la compra pero has salido tarde de trabajar y no te ha dado tiempo, así que pasas por el súper y compras una pizza para el horno.

No juzgues los casos que no conoces

Quizá tengas suerte y nunca te haya pasado nada de todo esto. Quizá te haya pasado pero no te moleste especialmente. Felicidades en ambos casos pero me temo que eres una minoría. A la mayoría este tipo de situaciones nos van haciendo mella y socavan nuestra motivación, de forma que cada vez necesitamos un esfuerzo mayor para mantenerla.

No es mi caso, pero todo es más complicado cuando hay niños de por medio, la diana favorita de la publicidad de la industria alimentaria. No creo que nadie quiera que sus hijos crezcan insanos y podríamos pensar que a día de hoy hay información suficiente como para no darles cosas que ponen en riesgo su salud.

Pero también es comprensible que para evitar enfados, pataletas y reproches y tener una cena en paz, una familia decida ceder de vez en cuando y abrir la puerta a productos menos saludables. O que en casos situaciones de estrés, ansiedad, precariedad o incertidumbre sea más difícil o imposible sentarse a planificar menús familiares semanales cocinados íntegramente en casa. Nadie debería juzgar esas decisiones desde fuera.

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¿Y la responsabilidad individual?

Ah, sí, la responsabilidad individual. "¿Es que a caso no tenemos el poder de elegir lo que consumimos?". Pues sí, pero no tanto como creemos. Cuando elegimos lo que comemos, creemos que lo hacemos libremente, pero algunos estudios han demostrado que no es así, o no del todo.

La publicidad es un factor con enorme influencia en lo que comemos, de nuevo especialmente en los niños (que, aunque parezca un comentario obvio, son los adultos del mañana, y repetirán lo que aprendan ahora).

La situación económica también tiene una gran influencia. Varios estudios han demostrado el impacto que tuvo la crisis en la calidad de los hábitos alimenticios de los españoles, empeorándolos, y como ese impacto fue mayor en aquellas familias e individuos en peor situación económica y que por tanto dedican a la alimentación un mayor porcentaje de sus ingresos.

Esto no quiere decir que no haya margen de maniobra para que mejoremos nuestra alimentación, pero sí significa que en vez de poner toda la responsabilidad en manos de los consumidores y señalarles con vergüenza cuando toman decisiones menos saludables, quizá habría que enfocar la cuestión desde un punto de vista social y económico, y no solo individual. Y dejar de hablar de la alimentación como si fuese una mera cuestión de voluntad contra pereza. Y, por encima de todo, dejar de una vez de juzgar las decisiones de los demás sin conocer los detalles de su situación.

Imágenes | Unsplash
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